El problema del agua de la capital

Jose S. Azcona Bocock

Desde 1989, año en que se completó la represa La Concepción, no ha aumentado significativamente la dotación de agua potable para el Distrito Central. Entretanto, la población se ha más que duplicado, y la erosión de las cuencas hace que el llenado sea menos gradual y eficiente. Cada año que pasa el problema se vuelve peor y no se avanza con las posibles soluciones.

Las consecuencias de esta escasez son bastante perversas. A la mitad de la población no se le dota del servicio. Por tanto, puede llegar a pagar enormes cantidades de dinero (el costo del agua acarreada más el tiempo y esfuerzo de transportarla a su destino), muchísimo más que costaría llevarla por cañería. Esta agua además tiene un riesgo mucho mayor de ser insalubre, ya que el trasvase y acarreamiento expuesto promueven su contaminación.

La mitad de la población tiene acceso a agua potable de forma intermitente, invirtiendo una gran cantidad de recursos en acaparar lo disponible. El dinero gastado en estas obras (cisternas, tanques) es sustancial, pero va acompañado de un pago muy reducido del servicio en sí. Los pagos de los abonados son muy inferiores al costo real del servicio, siendo tan bajos como L.2.00/m3 (excluyendo lo robado), llegando hasta la tarifa más alta comercial de aproximadamente L.30/m3.

Como el servicio no es sostenible financieramente, para oxigenarse de fondos se recurre a cobrarle a la construcción nueva un 1.5% de su valor y denegar muchas solicitudes de servicio. Esto tiene el efecto negativo de afectar el crecimiento ordenado de la ciudad y reducir la base de clientes potenciales para el servicio. 

El Servicio Nacional de Acueductos y Alcantarillados (SANAA) ha adolecido de muchos problemas, incluyendo burocracia y corrupción. La confianza de la población de pagar más con el sistema actual es bastante reducida, por lo que los gobiernos no se arriesgan a gastar capital político en encarar el problema y explicar a la gente la naturaleza del mismo.

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La naturaleza del problema es que, para mejorar el servicio de los que tienen y dar cobertura a los que no, se tendrán que construir nuevos embalses (en combinación tal vez con trasvase de otras cuencas). El sistema no tiene recursos para pagar esto porque se está vendiendo el servicio por mucho menos del costo (San Pedro Sula, con mayor densidad y agua accesible, cobra L.26.70 por el consumo residencial y L.53.00 por el industrial, en tarifa plena). Ningún ente financiero responsable o inversionista en proyectos arriesgaría su capital con este modelo.

Entonces, para poder resolver el problema será necesario que se termine el saneamiento administrativo, pero se requerirá un aumento importante de las tarifas (que se puede deferir a lo largo del tiempo) para garantizar el repago futuro de las inversiones. La totalidad de este aumento debe ir para el repago de las obras nuevas de dotación, incluyendo comprometer los fondos que se percibirán posteriormente. Las obras se pueden tercerizar y se pagan según el agua recibida (por eso es importante garantizar la capacidad de compra futura), pero el sistema de distribución puede seguir siendo público. 

Las tarifas se deben racionalizar y ordenar. Todos los consumidores deben pagar lo mismo por el agua (tal vez el gobierno local puede asumir un subsidio para los primeros metros cúbicos consumidos en zonas R3), convergiendo a un modelo de valores similar al de San Pedro Sula. El mejor servicio resultará en que los abonados actuales no tengan que hacer inversiones en retener y comprar agua, que a largo plazo resulta compensatorio.

La situación actual es inaceptable. Es vergonzoso que se esté condenando a la mitad más vulnerable de una población a la insalubridad por no querer encarar este problema. La responsabilidad compartida se puede redirigir a buscar una solución que nos garantice una mejor calidad de vida a todos.