El tiempo perdido no vuelve: una agenda urgente para mejorar el uso del tiempo en nuestras organizaciones

Jose S. Azcona Bocock

En cualquier organización, el tiempo es uno de los recursos más valiosos, pero también uno de los más desperdiciados. Las pérdidas por mal manejo del tiempo no siempre son visibles, pero se sienten: se traducen en menor productividad, peor calidad del servicio, frustración de los equipos y en un desgaste institucional silencioso pero constante. El efecto es aún más grave cuando el tiempo perdido proviene de los niveles superiores de la jerarquía, ya que sus retrasos o ausencias afectan directamente el trabajo de otros. La ineficiencia se contagia, se normaliza y termina convirtiéndose en cultura. 

En este contexto, el gobierno sirve muchas veces como un ejemplo palpable de lo que no se debe hacer. Por su tamaño y su rigidez estructural, el aparato estatal funciona como un laboratorio viviente de ineficiencias, donde las malas prácticas se amplifican y se perpetúan. Pero también, por esa misma razón, es un terreno con enorme potencial de mejora. Cada minuto optimizado en el sector público puede tener un impacto exponencial en la vida de miles de ciudadanos. 

Uno de los problemas más comunes y costosos es la impuntualidad. La falta de puntualidad no solo representa una pérdida inmediata de productividad, sino que genera una espiral de atrasos que termina contaminando toda la operación de la organización. Cuando una reunión no empieza a tiempo, todos los participantes pierden minutos valiosos esperando. Cuando una autoridad llega tarde, retrasa decisiones, afecta cronogramas y manda el mensaje equivocado: que el tiempo de los demás vale menos. Se genera así una cultura tóxica, donde el atraso es la norma, no la excepción. 

Por eso es crucial que los liderazgos de las instituciones pongan el ejemplo. La puntualidad no es solo una cuestión de orden, sino una señal de respeto, compromiso y profesionalismo. En nuestra experiencia, una práctica que ha dado excelentes resultados es iniciar todas las actividades en el minuto exacto, aunque falte personal, incluso los mismos jefes. Esta medida, aparentemente simple, tiene un poderoso efecto pedagógico: pone presión social positiva sobre todos, refuerza la disciplina colectiva y desactiva la tolerancia al atraso. 

Mejorar el uso del tiempo en una organización no es cuestión de imponer reglas duras, sino de crear una cultura. Se trata de transformar la forma en que entendemos y valoramos el tiempo: como un activo estratégico que debe ser protegido, medido y optimizado. Esto implica desde pequeñas decisiones, como reducir el número de reuniones y acortar su duración, hasta cambios estructurales, como la delegación efectiva de decisiones para evitar cuellos de botella jerárquicos. 

La tecnología puede y debe jugar un papel importante en esta transformación. Herramientas de colaboración en línea, sistemas de seguimiento de tareas y plataformas de gestión de agendas pueden ayudar a hacer visible lo invisible, a detectar dónde se está perdiendo el tiempo y cómo corregirlo. Pero ninguna herramienta sustituye al cambio de mentalidad. Si el liderazgo no está convencido de que el tiempo importa, ninguna aplicación lo va a resolver. 

En el sector público, este cambio de paradigma es urgente. La ciudadanía está cansada de esperar: en una fila, en un proceso administrativo, en una resolución que nunca llega. Cada minuto desperdiciado en una institución estatal es una oportunidad perdida para servir mejor, para recuperar la confianza de la gente y para dignificar el servicio público. La eficiencia en el uso del tiempo no es solo una meta técnica, es una demanda ética. 

La buena noticia es que el cambio es posible, y muchas veces empieza con algo tan sencillo como llegar a tiempo. El reloj, bien usado, puede ser el mejor aliado de una organización que quiere transformarse para bien.